Con abril llegó la primavera,
mezcla de incienso y azahar.
Con el canto de una saeta,
el silencio se hizo notar.
Con mantilla y peineta,
a Cristo vimos resucitar.
Como cada año, la Semana Semana Santa llegaba a mi pueblo. Mas este año fue especial, fue la primera vez que la Virgen acompañó al Cristo, y la primera que hice todo el camino detrás del paso.
Fue hermoso ver ese trono meciéndose al son de la marcha bajo la luna llena.
Miré los ojos de la Virgen, y fue entonces cuando me identifiqué con su dolor. Pero mi sufrimiento no podía compararse con el suyo.
Conocida como la madre de Dios, la madre del Mesías, la madre del Señor. A fin de cuentas, madre como cualquier otra, salvo que a ella le arrebataron a su hijo, de la forma más cruel y despiadada.
No puedo sacarme de la cabeza la imagen de la Virgen, cargando en sus brazos el cuerpo ya sin vida de Jesús. Cualquier consuelo es poco para paliar esa pena tan grande.
Dicen que es ley de vida, que los hijos entierren a sus padres. Lo que no es justo, es al revés. Ningún padre debería enterrar a sus hijos. Yo también me vi obligada a hacer un duelo parecido, tuve que decir adiós a mis óvulos, para dar la bienvenida a la ovodonación.
Me di cuenta, que este fue un paso más hacia el camino a la aceptación.
Aquella procesión la viví con mucho sentimiento, me deje llevar por una mezcla de fervor y pasión.
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