No había hueco para una cita con la psicóloga lo antes posible. Tuve que esperar un mes.
Mientras tanto la espera se me hacía eterna. Esperar, hacía que me hundiese más y me sintiese peor.
La depresión estaba acabando conmigo. La tristeza me absorbía, como el frío invierno invade nuestro cuerpo. Me sentía cada vez más rota.
Sentía un dolor que me perforaba por dentro. Gritar me ayudaba a sacar ese dolor del pecho.
Recuerdo esos momentos, y me vienen a la cabeza las escenas de la película Luna Nueva, en las que Bella grita de dolor tras sufrir la ausencia de Edward. Mis gritos eran igual de desgarradores.
Iba cuesta abajo y sin frenos, estaba en bucle, metida en un pozo sin fondo. Seguía obsesionada con la genética.
Pensaba que mi estado de ánimo depresivo sería para siempre, y que no iba a ser capaz de salir de aquel ciclo sin retorno. Mi vida se había parado.
Me había convertido en una persona fría y distante, en alguien que ni siente ni padece. Estaba amargada. Parecía un fantasma: ausente en el día, y un zombi en la noche. Tenía los ojos hinchados de tanto llorar y de apenas dormir. La pena y la tristeza se habían apoderado de mí.
Mi hermana Natalia, enferma de esquizofrenia, consiguió por fin comprarse un piso e independizarse; aunque se tomó su tiempo. Entre la búsqueda de un piso acorde a sus necesidades y posibilidades, más las obras, se demoró unos seis meses en irse. La convivencia con ella era un calvario, ya no sólo para mí, sino también para mis padres.
Por eso cuando ella se fue, sentí un alivio, un respiro. Sentí que podía estar tranquila en mi propia casa.
Cada vez que mi madre pasaba la noche fuera de casa, yo lo pasaba fatal. Me entraba una angustia. Y mi padre estaba como si no estuviera. Prácticamente me sentía sola, y ello me generaba mucha ansiedad.
Recuerdo que tenía una obsesión por cerrar todas las puertas y ventanas por temor a que alguien entrase y me hiciese daño. Lloraba en cuclillas en un rincón detrás de la puerta de mi habitación, a altas horas de la madrugada, hasta que me quedaba dormida del cansancio. Tenía miedo a la soledad, y ese miedo se trasladó a creencias irracionales, llegando a pensar que en el futuro me vería sola, sin pareja y sin hijos.
Mi mente llegó hasta tal punto, que intenté suicidarme en varias ocasiones, tapándome la boca y la nariz para dejar de respirar. Intentos que se quedaron en nada.
Soy una cobarde para eso.
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